Talión



Son tiempos difíciles para todos.


Hace mucho que no me paso por aquí así que de una vez, voy a dejar este relato que a pesar de la crudeza y la injusticia que esconde es un espejo fiel de lo que no sabemos evitar.


En un contexto cuando menos macabro y oscuro, privativo de humanidad y moral, nos seguimos sometiendo al juicio del panadero que sabiendo que el pan lo comerán hijos de la falta de moral, escoge la más raquítica pieza de levadura y harina para los retoños de la extranjera del quinto. Juicios, juicios, juicios.

Abejita crédula (Ana G. Collado) Última Actualización de Estado, 01/07/2013 18:25

Ana paseaba por la calle sin creer lo que veía, en serio, así era ella. Torpe y huidiza, siempre detrás de alguien más alto o algún matojo espeso. No paraba de tirar de su vestido en un intento vano de disimular sus arrugas.  Esa misma tarde se había encontrado con una vieja amiga y habían hablado sobre las cosas bonitas que le habían pasado (a ella) desde la última vez que se vieron. Puff… un montón. A Sheyla le habían concedido por fin la ayuda familiar por su tercer hijo, y gracias a eso había podido comprar un nuevo Iphone para digitalizar las tardes de la familia; encerrada en casa YA sin un duro  para ir a ningún lado. Pero eso sí, su nuevo smartphone era una maravilla. Tenía corrector ortográfico y escribía Whatsapp a velocidad ultrasónica que no se entendían ¿pero eso a quién le importaba?  De todas formas. era una bonita tarde, soleada y larga. En el parque todos aprovechaban el fresco de las últimas horas y nadie podía ver detrás de la mirada de otro. Era imposible adivinar los pensamientos oscuros y los verdaderos detonantes de las sonrisas porque, lo que tenemos dentro todos lo guardamos con recelo.

-              ¡Hola Amor!- unas manos masculinas le taparon los ojos desde atrás y le susurraron al oído - ¿qué hace una chica como tú en un lugar como este?
-              Pasear – contestó, desconfiada y nada temerosa por primera vez.
-              ¿Y por qué paseas? – Ana quiso volverse para ver el rostro de su conversador pero este no se lo permitió. Sin embargo apartó las manos de sus ojos para colocarlas sobre sus oídos.
-              Para ver y escuchar a las personas en el parque. Me gusta sentirme acompañada – contestó.
-              ¿Y ellos? ¿disfrutan de tu compañía?
-              Claro, supongo que sí. Yo no molesto a nadie – casi soy invisible, pensó.
-              Eso es cierto. Pero tampoco nadie es consciente de tu presencia – mientras hablaba destapó sus oídos para colocar una mano sobre su boca. - Si no hablas, nadie puede escucharte, Ana.
- Yo hablo – intentó responder, ya algo molesta, dejando escapar la voz a través de sus brutos dedos.
-              ¿y qué dices? – la dejó hablar.
-              Les pregunto como están y ellos me contestan.
-              ¿Y alguien te pregunta algo a ti?
-              Claro
-              ¿Has contado a alguien lo que ha ocurrido esta tarde?

El corazón de Ana dejó de latir impresionada por esa confesión. Nadie. Absolutamente nadie sabía lo que había ocurrido aquella tarde.


En pleno siglo XXI, en la década de la libertad intelectual donde cualquiera podemos escribir cien palabras juntas y llamarlo relato merecidamente, Ana había decidido entrar un rato para leer en una comunidad de internet. En ella peculiares mentes, unas agudas y despiertas, alguna que otra ensoñadora ordenada (o desordenada), unas empíricas y otras filosóficas, algunas personales y otras impersonales… Todas ellas hablaban en voz alta a través de las letras hacia un grupo dispuesto a escuchar y libre para decidir qué leer  y qué no. Había un par de autores que despertaban en ella la necesidad constante de vivir a través de su fuerza. Sus descripciones y sus pasiones alcanzaban sus noches. Tal era así, que más de una mañana se había despertado pensando en esos mensajes que se imprimen en tinta invisible.

“Tú puedes, no es tan difícil, inténtalo, eres fuerte…” .

Poco a poco se había ido haciendo un lugar en aquella comunidad literaria,  había aprendido a usar la retórica para gritar las verdades de su vida con el lenguaje de las letras. Entre la ficción y una realidad difícil de creer, Ana había conseguido a sus treinta y tres años  ser escuchada.
 
En resumen, todo aquello cuanto necesitaba pues bien dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oír igual, que no hay mejor entendedor que el que quiere escuchar. Lástima que para ello necesitara el ordenador de su desamado esposo.

-              ¿Qué haces ,Ana?
-              Nada – se volvió presta.
-              Te dije ayer que no quiero que fisgonees en mis cosas.
-              No fisgoneaba, cariño, solo leía un poco – acarició su pecho suavemente intentando amansar la fiera.
-              ¿Qué lees? ¿ya estás otra vez en esa página rara donde no escriben más que sádicos  desempleados? 
No, en esa no, Alberto, esa la tengo en casa, pensó ella pero no lo dijo. ¡Claro que no lo dijo!.
-              Necesito el dinero de Belén.
-              ¿El dinero de la niña? ¿Para qué?
-              ¿Estás curiosa hoy, Anita? Tú solo tráelo y no me calientes la cabeza.
-              El dinero no está aquí – mintió – lo llevé al banco después de que robaran a la vecina de abajo.
Sé que fuiste tú quien le robó pero si tengo que  parecer tonta…


Ana recibió el puñetazo en el estómago sin sorpresa alguna. Había aprendido que prestar resistencia era solo una excusa para tener más dolor del que lamentarse después. Dejó que la sacudiera después  llevando su rostro a un ángulo cuanto menos incómodo. Golpeando en la parte más baja de la mandíbula donde los cardenales pasaban más desapercibidos.  A él poco le importaba pegar donde ni los Islamistas lo hacen, en la cara.  Intimidar era su pretensión y lo hizo la primera vez, después había trabajado más en la resistencia y en la rabia.

-              Necesito ese dinero, Ana, ahora – susurró en su oído mientras intentaba arrancarle tanto pelo como era capaz de sujetar en un puño. Ya no huía, ni se escapaba, ¿para qué?

Una vez más la empujó hasta el suelo y le sujetó la cabeza con el pie mientras arrancaba el cinturón de las guías  de su pantalón. Normalmente esta situación acaba en dos posibilidades, pero teniendo en cuenta que Alberto necesitaba que fuera al banco al día siguiente, o quizás que pidiera el dinero a alguien, descartaba una de las opciones. La marca rectangular de la piel del cinturón alrededor del cuello encendería todas las alarmas. Aún así, la alternativa rozaba la demencia y una humillación impropia de los derechos humanos..

-              No cierres los ojos, Ana, no los cierres o será peor.  
Ana lo sabía. Podía empeorar.

Le orinó en la cara y el pelo con un desprecio que ni los animales entienden. Era su delirante forma de decir “Eres Mía Pequeña”.  Pero Ana no era paciente, ni débil, era una  mujer adaptada a la situación. Una mujer de hechos cuyo cupo se había cubierto dos noches atrás cuando, al volver a casa al amanecer,  había ido directo a la habitación de Belén. No es necesario aclarar que el sexo extraconyugal era muy bien acogido para Ana, que reducía sus encuentros infructuosos y no consentidos a una o dos veces por semana. En el mejor de los casos. Pero no alrededor de su hija, eso no.

Tal y como Alberto solía exigir se levantó y antes de lavarse le sirvió su gran vaso con hielo y su botella de  Whisky escocés. Nocilla para Belén no, pero licor caro sí. Para eso siempre quedaba algo suelto en un cajón.

Como en la mejor novela de Agatha Christie, Ana dejó pasar la tarde en calma. Masajeando sus pies callosos e ignorando los desprecios de su desamante esposo. Pero dentro de ella, el júbilo pretendía escabullirse a través de sus labios. Jamás adivinaría el autor del relato de internet, que Ana lo convertiría en realidad. Había cuidado cada detalle, cada gesto con premeditación y alevosía. Había enviado a Belén con su hermana y sabía que si algo salía mal, Elena cuidaría de su retoño como a una más de sus bebés. Había vaciado el arcón congelador hacía meses. Los mismos que llevaban comiendo gachas y potajes convidados de las vecinas. Consiguió un cuchillo nuevo y bolsas de congelación. Respiró y cultivó su paciencia, intentando no pensar en cómo influiría aquella acción en su Karma. Desvaríos de una asesina.

Cuando los ronquidos de Alberto llegaron a la cocina el corazón de Ana se desató, sus dedos se movían solos y sus pies sudaban. Decidida, recogió el cinturón del sofá y metió la punta a través de la hebilla y después, la piel sintética alrededor del cuello de su víctima. Tal y cómo él hacía cuando la obligaba a hacerle una de esas vejatorias felaciones. Pero ella no paró cuando el pánico alcanzó los ojos del padre de su hija. Apretó más al recordar las marcas que no había podido evitar en el cuerpo de su pequeña. Siguió apretando al verle orinarse encima, a causa del miedo, mientras lo maldecía y le gritaba sobre la sensación tan desagradable de ese líquido caliente sobre la piel. Apretó al ver su lengua salir de su boca en busca de aliento. Esa con la que la había lamido en contra de su voluntad. No paró hasta que se le durmieron los brazos y el cuerpo de Alberto estaba frío. Solo entonces le envolvió en una sábana y le arrastró hasta el arcón. Como pudo le metió dentro, se duchó y salió a pasear a la calle. Sin más remordimiento que dejar cinco euros en el cepillo de la Iglesia. La paz de una buena acción. Los ahorros de dos largos meses.


En el parque, la conciencia de Ana hacía lo que podía para callar el recuerdo de su verdugo.

-              ¿Sabes lo mejor de todo? – picó a su acompañante girándose para enfrentarlo en el parque. Él se tapo los oídos con sus manos.

-              Que tú tampoco vas a contárselo a nadie,  Alberto.




Ahora que os he dejado impresionados y que la respiración recupera su pausa (es broma, ya sé que no es para tanto) os cuento... He propuesto este relato para su publicación en la próxima edición de Relatos+ 2013 pero ¡Necesito vuestros Votos! así que os agradecería que sacarais un segundo y sigáis este enlace para  dar a +1 aquí.

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